Toda organización — una corporación, una pyme, una empresa familiar o un start-up — tiene memoria. Esa memoria vive en la cultura y en las personas. Se teje en forma de identidad, pertenencia y sentido. Por eso, cuando hablamos de cambio, no alcanza con proponer “innovación”: lo nuevo solo arraiga cuando se reconoce lo que fue.
Las constelaciones organizacionales, inspiradas en Bert Hellinger, nos recuerdan algo simple y profundo: en todo sistema, primero están quienes llegaron antes. No es jerarquía, es orden y pertenencia.
Los que fundaron, sostuvieron o atravesaron crisis ocupan un lugar clave. Cuando los nuevos impulsan cambios sin mirar hacia atrás, el sistema reacciona. No resiste el cambio: defiende su historia.
Y lo que no se honra, se repite o se protege.
Desde el management tradicional, solemos leer la resistencia como un problema. Pero desde la mirada sistémica, es lealtad.
Paula Molinari lo describe con claridad: cuando una organización crece, profesionalizar sin perder la esencia es un salto que exige reconocer el pasado.
El desafío no es “dejar atrás lo viejo”, sino transformar lo valioso en plataforma para lo nuevo.
En las pymes, la historia pesa: décadas de esfuerzo, noches sin dormir, generaciones que sostuvieron el negocio. No se trata de modernizar sin más, sino de conversar con esa historia. Por eso, no son resistentes al cambio: son guardianas de su identidad.
En las corporaciones, ocurre lo contrario. La rotación, la dinámica de las estructuras y la velocidad hacen que la historia se diluya. Sin raíces, la transformación se vuelve cosmética: iniciativas que empiezan y terminan sin continuidad.
Como decía Edgar Schein, la cultura es lo que un grupo aprendió mientras resolvía sus desafíos. Si esa historia se olvida, la cultura se vacía.
Liderar el cambio no es romper con lo que fue, sino mirarlo con respeto y resignificarlo. Es un liderazgo que reconoce a los antiguos, habilita a los nuevos y entiende que la organización es un sistema vivo: con un pasado que pide ser reconocido y un futuro que exige coraje.
Quizás el cambio empieza con una sola pregunta:
¿Qué parte de nuestra historia necesita ser mirada para que podamos avanzar?
Nada de esto sucede sin palabras. No existe transformación sin diálogo. La comunicación es el tejido que une la memoria con el futuro. Necesitamos rituales para volver a contar la historia, reconocer lo vivido y resignificarlo juntos. No en un chat ni en un PowerPoint: en espacios reales, con presencia.
El storytelling se puso de moda hacia afuera. Tal vez sea momento de recuperarlo hacia adentro: para recordar, sanar y reconstruir sentido.
Cuando una organización narra su historia con verdad y respeto, algo se ordena. Y recién entonces, el cambio se vuelve posible.
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